(Discurso de Mario Caligiuri, abogado de Red L’Abuso)
En primer lugar, quisiera saludar y agradecer a todos aquellos que, con su participación, han hecho posible la realización de esta importante oportunidad de comparación y ampliación de conocimientos. Desde quienes entablaron numerosos contactos, hasta quienes continuarán ocupándose de la traducción de las intervenciones.
Un saludo y un agradecimiento especial para las víctimas, los supervivientes y sus familiares que, con el coraje del que soy testigo directo, siguen contribuyendo para que no se vuelva a repetir lo que han sufrido.
o = O = o
La primera reflexión en la que me gustaría involucrarlos se refiere al énfasis con el que se publicitò a finales de 2019 por agencias de informaciones cercanas al Vaticano la decisión del Papa Bergoglio de abolir, después de cuarenta y cinco años, el secreto papal sobre los delitos graves cometidos por religiosos católicos, incluidos las violaciones de menores.
De hecho, es desde 1974, con el pontificado de Pablo VI, que se impuso a todos los miembros de la autoridad eclesiástica el secreto absoluto sobre determinados documentos pontificios, incluida la prohibición incondicional de acceder a las pruebas relativas a los casos de abuso sexual de sacerdotes custodiadas in los archivos de los dicasterios del Vaticano y en las diócesis. Pero, siendo en realidad una orden actualizada en 2001 por voluntad del Papa Wojtyla, firmada por los entonces Monseñores Joseph Ratzinger y Tarcisio Bertone, considero interesante aprender de fuentes acreditadas sobre este feo tema qué es exactamente el misterioso “secreto papal”: ese muro de obligado silencio sobre los religiosos pedófilos y/o seductores del confesionario, tal y como se lee en el apéndice del libro “Emanuela Orlandi – La verdad: de los lobos grises a la banda de Magliana”, publicado en 2008 por Baldini -Castoldi-Dalai, escrito por el agudo periodista Pino Nicotri, publicado íntegramente en micromega-online.
Hay que reconocer que el rescriptum de hoy, al menos en abstracto, representa la posibilidad de poder liberarse del muro hecho de silencio obligatorio para todos los involucrados, o que puedan ser involucrados, en el proceso penal canónico – denunciantes, víctimas, testigos, etc. Parecería que esta reforma, repito, parecería, incluso podría concretar esa transparencia que demasiadas veces en el pasado ha fallado al ocultar la repetición de la violencia contra niños y niñas con la concurrencia criminal de las jerarquías y en particular de los obispos.
A pocas personas se le habrá escapado cómo a los medios de información de matriz católica, al anunciar el comienzo de una nueva era, estaban preocupados por asegurar repetidamente a la comunidad de fieles católicos y a sus pastores esparcidos en todo el mundo que, por la precisa voluntad del pontífice, las nuevas reglas nunca, nunca podrían dañar el secreto aprendido durante la confesión y que el silencio obligatorio quedaría absoluto e inexpugnable.
Además, poco antes, en mayo de 2019, el Papa Francisco con el Motu proprio Vos extis lux mundi había introducido en el ordenamiento canónico nuevas reglas de procedimiento para combatir los abusos sexuales y garantizar que los obispos y los superiores religiosos fueran considerados responsables de sus acciones, haciendo obligatorio a clérigos, religiosos y religiosas, la pronta comunicación (denuncia) a la autoridad eclesiástica de todas las noticias de abusos de los que tengan conocimiento, así como cualquier omisiones y coberturas en la gestión de los casos, pero, repito, con eficacia sólo dentro de la jurisdicción territorial del vaticano.
Dado que se trata de leyes, normas e instrucciones que conciernen a un ámbito territorial muy limitado y diseñado para una realidad única en el mundo compuesta por sacerdotes y religiosos, con muy pocos niños, es imposible estar convencido de que a pesar de las buenas intenciones de su legislador, los objetivos marcados pueden alcanzarse, a pesar de que la escasa colaboración entre las autoridades civiles y eclesiásticas quedó clara a nivel mundial.
En una inspección más cercana, no es solo esto, porque el pontífice con su reforma dirige implícitamente a todos los Estados extranjeros el reclamo legítimo de autonomía del derecho del Estado gobernante a comprometerse a curar el flagelo interno de la pedofilia.
Hay que reconocer que el propósito de la preocupación con la que se pretendía tranquilizar la protección del secreto aprendido durante la confesión fue claramente político porque para poder en primer lugar salvaguardar la imagen de la Iglesia en el mundo necesitaba disuadir a aquellas fuerzas sensibles a los derechos humanos dentro de otros Estados que podrían haber puesto en vigencia normas en sus respectivos sistemas legales para asegurar la identificación de los sacerdotes y sus protectores responsables de la seducción y de las violencias sexuales contra los niños.
De hecho, ya en el verano de 2017, la obligación absoluta fue cuestionada y dada a conocer por los ordenamientos jurídicos de Países como India y Australia que querían obligar a los sacerdotes confesores a denunciar a las autoridades públicas los casos de abuso revelados por los penitentes.
Los resultados fueron muy escasos y el efecto coercitivo de las nuevas reglas, promulgadas con enorme retraso, a pesar de que la propagación del abuso infantil en el mundo había puesto al descubierto la responsabilidad de las curias diocesanas donde la misma autoridad asumía con demasiada frecuencia la dirección u ofrecía cobertura para el ocultamiento y el desvio, ayudando a fomentar el impulso irreprimible de los sacerdotes pedófilos de replicar las violencias.
En cualquier caso, para ellos, en especial para los obispos, que se preocuparon por presentar la fachada de buen gobierno en la diócesis donde tienen su sede, colocaron la seguridad de los niños y niñas en un segundo plano para salirse con la suya, a diferencia del pasado, al menos en teoría, ya no podrán más contar con la obligación de los subordinados – sacerdotes, monjas, frailes, cohermanos, etc. – de tener que mantener la boca cerrada, independientemente de las previsibles y devastadoras consecuencias de los abusos.
Pero, de hecho, a pesar de los esfuerzos realizados por el legislador vaticano, la representación obscena de esta situación sigue siendo amenazadoramente activa y en muchos sentidos aún incoercible, gracias a la influencia consolidada del papel asumido a lo largo de los siglos por los obispos tanto en la jerarquía de la Iglesia y en la comunidad de los fieles.
A esta situación se suma el lanzamiento en todas las diócesis de las llamadas ventanillas diocesanas para brindar asistencia a las víctimas de abusos sexuales por parte del clero, no sólo en términos de escucha, sino también para proteger sus derechos e interesarse en su apoyo psicológico. Quedan, por tanto, muchas perplejidades y áreas grises, por lo que la Red de Abuso ha considerado necesario investigar el cumplimiento efectivo de las garantías constitucionales y los convenios internacionales establecidos para proteger a las víctimas y sus familiares.
Sin embargo, hay que tener en debida consideración que, a pesar de las buenas intenciones del papa Francisco y de los promulgadores, estas iniciativas no cuentan con los requisitos de eficiencia para frenar los abusos de los párrocos criminales, a diferencia de como lo podría hacer el Poder Judicial ordinario tanto en el lado operativo, de la especialización técnica y de los medios de investigación como de coordinación que puede utilizar el personal policial. Los problemas más críticos para las autoridades civiles y para las fuerzas policiales surgen por la escasa o nula colaboración, en los límites de la hipótesis concursal de reticencia o complicidad personal, en la reconstrucción de conductas abusivas de personas informadas sobre el hechos, quienes, haciendo uso del derecho a no declarar o poner a disposición documentos sobre lo detenido o conocido por razón de su ministerio, no contribuyen a la identificación de los presuntos culpables.
Ciertamente, con reglas mejor formuladas o integradas, se podrían lograr resultados mucho más satisfactorios, especialmente en el lado de la prevención. En todo caso, la distinción en la eficiencia y confiabilidad cualitativa de la justicia civil, con todos los límites conocidos, es indiscutible si se la compara con la cultura y costumbres de la Iglesia-institución y con la absurda pretensión de que debe ser dejada libre para tratar el problemas a su manera, sobre todo porque en este marco se inscribe la pedofilia como su obsceno apéndice secreto, considerada -y no podía ser de otra manera- un pecado contra la moral en violación del sexto mandamiento del decálogo, más que un delito gravísimo contra la persona.
Al respecto, no puedo dejar de recordar la reflexión realizada por Slavoj Zizek, en respuesta a la reticencia de la Iglesia, ya que esta no debe limitarse a que nos enfrentamos a crímenes horrendos y que, no colaborando plenamente en las investigaciones lanzadas por los fiscales, se convierte en cómplice.
“La Iglesia como tal, como institución, también debe ser investigada sobre la manera de cómo crea sistemáticamente las condiciones para hacer que ocurran tales delitos. Argumentar que debería ser la única que se ocupe de los delitos de pedófilia que se produzcan entre sus filas es problemático no solo desde el punto de vista legal, ya que esto implicaría algún tipo de su derecho extraterritorial también para delitos comunes que se encuadran en la legislación penal; como si el hecho mismo de que estos escándalos estallaron no fuera una prueba de que no puede resolverlos”.
El Estado italiano, con la persistente inercia del ejecutivo y la política, parece fingir no saber, a pesar del desencadenarse del fenómeno y las amonestaciones que le dirigió la ONU en las sesiones de enero de 2019 con la participación de Rete L’Abuso y de su denuncia, debiendo en cambio reaccionar con prontitud y prevenir, con la introducción de nuevas reglas, que el poder judicial penal y civil fuera robado por un estado extranjero de lo que la Constitución le exige garantizar: la protección psicofísica de niños y niñas.
Nuestro sistema penal se ve muy afectado por la intolerable negación del derecho estatal a reprimir eficazmente los delitos de pedófilos, especialmente los eclesiales. Lógicamente, el ejecutivo podría ser considerado responsable incluso por la violación de convenciones y disposiciones internacionales sobre la protección de los derechos del niño. En consecuencia, iniciativas legislativas deben tomarse con extrema urgencia para adaptar la legislación italiana a la apremiante demanda de intervención, porque un elemento estructural de la justicia, especialmente cuando las víctimas son niños y niñas, es como si fuera una enfermedad dependiente del tiempo que atenta su vida para ser erradicado pronto y definitivamente.
La propuesta simple y clara sigue, quizás precedida por una Comisión parlamentaria de investigación sobre el tema, pero sin necesidad alguna de tener que lidiar con el Concordato entre el Estado italiano y la Iglesia católica, manteniendo intacto el sello sacramental.
En la práctica, la regla ex art. 364 del Código Penal, limitado a los delitos contra la personalidad del Estado, sólo debe complementarse con la inserción, por las razones expresadas, de los delitos señalados en los 10 artículos nombrados, señalados en cursiva y resaltados en negrita. No habría antinomia con las demás disposiciones del código penal ni entraría en conflicto con las disposiciones de todo el sistema.
Art. 364 del código penal OMITIDA DENUNCIA DE DELITO POR PARTE DEL CIUDADANO
El ciudadano, que habiendo recibido noticia de un delito contra la personalidad del Estado (241-313) por el cual la ley establece la cadena perpetua, así como los delitos de violencia sexual en perjuicio de menores (artículos 609 bis, 609 ter, 609 octies) de actos sexuales con un menor (art. 609 quater) cuando puedan ser perseguidos de oficio, de cohecho de menores (art. 609 quinquies), de solicitación de menores (art. 609-undécimo), de prostitución infantil (art. 600 bis), de pornografía infantil y posesión de material pornográfico (art.600 ter, 600 quater y 600 quater1) no lo denuncia de inmediato a la Autoridad indicada en el artículo 361 es sancionado con pena privativa de libertad de hasta un año y multa de 103 € a 1032 €.
Nada más ni diferente.
Quedo disponible para cualquier consulta.
Muchas gracias por su atención y buena continuación.
Mario Caligiuri
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